domingo, 17 de junio de 2007

DE BARRO ESTAMOS HECHOS.



Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos,
llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel
interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón,
encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas
de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado
otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía
desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas
advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su
existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la noche de ese miércoles de
noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el fin del mundo y las paredes de
nieve se desprendieron, rodando en un alud de barro, piedras y agua que cayó sobre
las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista sino un inmenso desierto de barro.
Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí de
la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa.
Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos
despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la
cocina sorbiendo mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente
estaría de regreso.
Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los
bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como
mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver los acontecimientos sin participar realmente en ellos.
Al conocerlo más comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus
propias emociones.
Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la
descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba
con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña
compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al
pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le
gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida
se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el resto de su equipo y avanzó en el pantano,
comentando para el micrófono de su ayudante que hacía frío y que ya comenzaba la
pestilencia de los cadáveres.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de
flor-. No te muevas, Azucena -le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué
decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la
cintura. El aire a su alrededor parecía.tan turbio como el lodo.
Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por
donde el terreno parecía más firme. Cuando al finestuvo cerca tomó la cuerda y se la
amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros,también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.
-No te preocupes, vamos a sacarte de aquí -le prometió Rolf. A pesar de las fallas de
transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso.
Ella lo miró sin responder.
En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para rescatarla.
Luchó con palos y cuerdas, pero cada tírón era un suplicio intolerable para la
prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y
tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron
con él durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas
reclamaban ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no
parecía desesperada, como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino.
El periodista, en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un
neumático, que colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó
una tabla cerca del hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible
remover los escombros a ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese
infierno, pero salió exasperado, cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se
necesitaba una bomba para extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero
volvieron con el mensaje de que no había transporte y no podían enviarla hasta la
mañana siguiente.
-¡No podemos esperar tanto! -reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie se
detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él
aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una
distorsión irremediable.
Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón funcionaba
bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
-Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba -trató de consolarla Rolf Carlé.
-No me dejes sola -le pidió ella. -No, claro que no. Les llevaron café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de mundo antes
de que reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría biem llegaría la bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y
Azucena sería trasladada en helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez
y donde él podría visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para
muñecas y no supo qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres,
concluyó divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le
había enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y
sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó
mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En
algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad, para
demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la incertidumbre.
Ésa fue una larga noche.
A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en laciudad, a los senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad, a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años.
En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de
hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola
noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el
campanario de una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y
esperaban con paciencia a los equipos de rescate. Centenares de soldados y de
voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover escombros en busca de los
sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en harapos esperaban su turno para
un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron que sus teléfonos estaban
congestionados por las llamadas de familias que ofrecían albergue a los niños
huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los alimentos. Los médicos,
resignados a amputar miembros sin anestesia, reclamaban al menos sueros,
analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de los caminos estaban interrumpidos y
además la burocracia retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por los
cadáveres en descomposición amenazaba de peste a los vivos.
Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La
inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y
todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era
humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé
tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa
enorme distancia pude percibir la calidad de ese cansancio, diferente a todas las
fatigas anteriores de su vida. Había olvidado por completo la cámara, ya no podía
mirar a la niña a través de un lente. Las imágenes que nos llegaban no eran de su
asistente, sino de otros periodistas que se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole
la patética responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el
amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la
muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una
herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y
plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y
comprobó que estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los
antibióticos estaban reservados para los casos de gangrena. También se acercó un
sacerdote a bendecirla y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde
empezó a caer una llovizna suave, persistente.
-El cielo está llorando -murmuró Azucena y se puso a llorar también.
-No te asustes -le suplicó Rolf-. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte
tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna
manera.
Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido,
luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas,
técnicos de sonido y carnarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones de
pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El
despliegue de recursos dio resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir
imágenes más claras y sonidos más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y
tuve la sensación atroz de que Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de
mí por un vidrio írreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto
hizo mi amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar su
calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve
presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos
que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama.
Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas
más profundas y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a -su paso los
obstáculos que por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo
decírselo a Azucena, ella tal vez no sabía que había mundo más allá del mar nitiempo
anterior al suyo, era incapaz de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que
no le contó de la derrota, ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de
concentración para enterrar a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle
que los cuerpos desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza
quebradiza? ¿ Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda?
Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos
de tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas
horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar.
Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse
con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y las piernas de su padre, quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos
cerrados para no ver la oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los
latidos de su propio corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de
los recuerdos encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó
la existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su
nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y all.í ocultos tras un
largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados, atentos a los pasos y a
las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con. el de su propio sudor, con los
aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado y con un hedor extraño de barro
podrido. La mano de su hermana en la- suya, su jadeo asustado, el roce de su cabello
salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su mirada. Katharina, Katharina...
surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el mantel blanco- convertido en
mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla abandonado.
Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos
reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo
control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’
atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la verdad y ya no pudo
seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia casi olvidada, era una garra en la garganta.
En el sofoco del llanto se le apareció su madre, vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle-que cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos.
-No- llores. Ya no me duele nada, estoy bien -le dijo Azucena al amanecer.
-No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo -sonrió Rolf Carlé.
En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones.
El-Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de.campaña
para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las
naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas
Armadas serían inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando
o cometiendo otras fechorías. Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni
dar cuenta de los millares de desaparecidos, de modo que el valle completo se
declaraba camposanto y los obispos vendrían a celebrar una misa solemne por las
almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas del Ejército, donde
se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas inciertas, y al
improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los médicos y enfermeras,
agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo conducir al lugar donde
estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre, porque su imagen había dado la
vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano de estadista y los micrófonos
registraron su voz conmovida y su acento paternal, cuando le dijo que su valor era un
ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo interrumpió para pedirle una bomba y él le
aseguró que se ocuparía del asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos
instantes, en cuclillas junto al pozo. En el noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable.
Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que
jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio consuelo a
él.
Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al
tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos
noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás
podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a todas las
mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su compañera, que daría
cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar, que cambiaría su vida por
la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor.
Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general
dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al
anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de
cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había
sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro.
Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño al
Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención, buscando
algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo.
O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están
abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas sentado
ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje
hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la mano, como antes.